sábado, octubre 25, 2003

Continué mirando al hombre barbudo. Sonrió entonces. Una extraña fuerza se escondía en él. Tuve miedo. Tuve también esperanza. Entonces la plata cortó el aire. “Aléjate de ellos, hijo de la mentira”. Las palabras resonaron en mi mente. Eternas. Venidas de los cielos subterráneos. Olía a rosas, helechos y fuego. Olía a valor de sangre y a ojos refulgentes. Miré a un joven de cabellos ardientes, quemantes, abrasadores. Miraba al maestro con rabia oculta en sus ojos. La duda nació entonces en mí. El maestro fue entonces sólo Zaratustra. Zaratustra era un hombre. El joven parecía un dios. ¿Acaso no me había sido dicho que Dios había muerto? Temblé entonces sin saber que hacer. Mis piernas se volvieron lechosas y suaves. Todo pareció comenzar a girar. La confusión crecía como una bestia iridiscente.

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