domingo, noviembre 16, 2003

Las alas ardientes descienden,
al prado de roca y semillas de hueso,
los corazones tiemblan en noche,
el hada llora,
el hombre gime,
el fantasma calla,
mientras que Sancho Panza,
no se da cuenta de nada.

Dos filos espada,
Gram y Excalibur,
apuntan al cielo escamado;
de fuego uno,
en semidiós de luna amarga,
de leyenda otro,
en un rey ya vagabundo.

Eternos guerreros de sangre y estrellas son,
muerto aquél en la guerra de su vida,
vagando éste por siglos innumerables y silentes,
juntos en batalla con el fuego celestial,
que se aproxima en sordo resplandor,
a velocidad pesadilla recordando a Céfiro.

La muerte se acerca y nubla y brama,
los llantos aumentan y los gritos estallan,
todo es oscuridad y fuego sin luz,
y Sancho Panza que ya lo ha visto,
también grita y se desmaya.

La esperanza se pierde en las ciénagas de muertos,
a la par que el fuego abrazar quiere a las almas en cristal,
el vagabundo rey levanta grito entonces,
en una lengua olvidada en desiertos o tal vez mares o montañas,
los sepulcros de polvo como casas de piedra se abren,
un torrente de luz fría se eleva al cielo,
las almas de los muertos se elevan,
gimiendo y cantando.

La muerte se eleva hasta el dragón negro,
en un flujo de cantos y ojos descarnados,
entre manos frías de la laguna Estigia,
que arañan, que jalan, que despedazan,
furiosas por estar malditas y olvidadas,
por no poder besar las aguas de Leto.

La luz se desvanece,
La bestia de fauces encendidas ya no existe,
Desgarrada o devorada,
conducida al reino de la muerte de los olvidados y malditos,
de los que nunca cruzaran la estigia, ni alcanzaran salvación o nirvana.

Así, comienza.

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