jueves, noviembre 06, 2003

El cementerio se cubrió de sombras y alguna criatura empezó a gruñir. Me sentí aburrido. Aquiles encendió entonces su espada. Probablemente deseaba presumirla. Siempre ha sido así; le gustaba presumir con ser hijo de una diosa y demás. Empezó a avanzar al lugar de donde provenían los ruidos. Lo seguí para ver que ocurría y la pequeña hada me acompañó. Bañados en el brillo de fuego del arma del Semidiós, llegamos pronto a donde se encontraba la bestia ruidosa. Era bastante alta, pero lejos de asustar causaba lastima: tenía una cara de tonto que denotaba que no era de lo mejor de la armada del mal. Probablemente había sido enviada desde la isla mágica para molestarme o más bien molestar al elegido.

Así es, yo no tengo nada que ver con el elegido que buscaba la pequeña hada. De hecho, el hombre joven que lancé por el muelle era él precisamente; un humano nacido exactamente bajo la conjunción de la constelación de Leo y los planetas Marte y Mercurio. Sin embargo nacer con estos augurios no asegura una gran habilidad o una especial destreza. El joven tenía la misma posibilidad de sobrevivir a esta aventura como el cobarde Euristeo de vencer a Hércules en un combate mano a mano. Ese es el problema con las profecías: escogen prácticamente al azar a quienes habrán de cumplirlas. Lo anterior conlleva, he de decir, a que sólo se cumplan en los cuentos y las fábulas. El destino es caprichoso, por lo que es menester ignorarlo. Sólo nuestras propias decisiones, tomadas con plena conciencia, pueden impactar realmente al mundo y su devenir.

No se trata, por supuesto, que no crea en la ayuda divina. Desgraciadamente los hados se quedaron ciegos hace tiempo y no saben ya lo que hacen. Hacer regresar a Aquiles es un ejemplo claro de esto. ¿Qué tenía que hacer aquí un hombre muerto hace siglos que por añadidura sólo disfrutaba cortando cosas a diestra y siniestra, sin pensar demasiado en las consecuencias de sus actos? Hubiera preferido la ayuda de tipos más astutos como Ulises o el prudente Néstor; incluso Orfeo me hubiera sido grato pues hubiera alegrado con su música mi camino. En su lugar, del reino del Hades me mandan a un anacronismo que probablemente aún cree que la gloria se logra únicamente por la espada y que es divertido arrastrar a toda velocidad un cadáver atado a un carro por una ciudad sitiada.

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