Mi confusión creció hasta convertirse en oscuridad. Zaratustra o el joven, ¿Quién decía la verdad? Tan pensativo estaba que no noté la llegada de la muerte cadenciosa, el rugir de la solitaria sombra lejana. Entonces la espada sagrada se iluminó. El joven avanzó decidido y temí por la vida del maestro. Pero el de cabellos de sol se alejó de él y de todos nosotros. Seguido por el vagabundo vibrante y la pequeña hija del bosque se adentró en las tinieblas, que de mi mente parecían haber pasado a cubrir al mundo entero. Seguí la espada, como barco que sigue la luz de un faro en la tempestad mortuoria. Entonces, bajo su luz, logré distinguir una figura enorme. Una sombra, tan grande como dos hombres, apareció ante ellos. De su cuerpo surgía un gruñido espeso, terrible.
Al principio sentí un pavor soporífero. Algún ser salido de mis más terribles pesadillas se encontraba allí. Sentí como la fuerza me abandonaba lenta y medrosa. Pero los que a él se dirigían no dieron señales de miedo. Continuaron avanzando. Seguros. Magníficos como héroes de leyendas ya olvidadas. Olvidé entonces a Zaratustra y lo que me había dicho. Comprendí porque el vagabundo había reído antes. Reí también. A pesar del peligro en el que parecía encontrarme. La risa se desbordó de mi boca y cubrió las piedras invisibles. Por impulso volteé a ver al maestro hijo de filósofo. Había desaparecido sin dejar rastro. En su lugar se encontraba, para mi sorpresa, nada menos que Sancho Panza.
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